La Condena por Delito como Razón para Disciplinar Abogados y Abogadas

Por: Yanina Cuadrado Sanjurjo*

En este escrito ofrecemos un breve panorama acerca de cómo el Tribunal Supremo de Puerto Rico atiende los asuntos respecto a abogados convictos de delitos y las implicaciones o estándares que se utilizan al evaluar tal conducta e imponer una sanción disciplinaria. Nos enfocaremos en examinar la manera en que nuestro Tribunal Supremo atiende el concepto de “depravación moral” al evaluar la conducta delictiva. También haremos una comparación a grandes rasgos sobre la manera en que las jurisdicciones estadounidenses atienden estas faltas.

El Tribunal Supremo de Puerto Rico ostenta el poder para regular la profesión jurídica en Puerto Rico. Desde inicios del siglo pasado, nuestro Tribunal Supremo asumió dicha responsabilidad reclamando un poder inherente para regular la abogacía.  Razonó el Tribunal Supremo “que, si tenían el poder para admitir a la abogacía, también tenían el poder para decidir por analogía si los así admitidos a postular ante ellos retenían las cualidades que los habían hecho dignos de admisión a la profesión”.[1]

Al ejercer su jurisdicción disciplinaria en ocasión de que un abogado ha sido convicto de delito, el Tribunal Supremo no se ha limitado a conducta estrictamente relacionada con su profesión o a las funciones derivadas de esta, sino que ha extendido su jurisdicción disciplinaria a la conducta general del abogado como persona privada. Así, considera sancionable conducta que, incurrida como persona privada, sea conducta delictiva.

Es doctrina firmemente establecida en nuestra jurisdicción que la causa de desaforo o suspensión del ejercicio de la profesión de abogado no tiene necesariamente que surgir con motivo de la actividad profesional, basta con que afecte las condiciones morales del querellado. [2]

La primera y única regulación relacionada con conducta delictiva incurrida por abogados es la Sección 9 de la Ley de 11 de marzo de 1909.[3]  Esta disposición está vigente y ha estado operando durante 113 años. La pregunta que nos debemos hacer es si el estándar de “depravación moral” que contiene esta ley para evaluar los casos de conducta delictiva incurrida por abogados y abogadas se ajusta a nuestros tiempos.

Dispone la sección 9 de la Ley de 1909 que cuando un abogado resulta convicto de un delito grave o de un delito menos grave cometido en conexión con la práctica de su profesión, o de un delito que implique depravación moral, no es apto para ejercer su profesión. Como resultado, añade la sección 9 citada, el abogado convicto cesará de ser abogado competente para la práctica de su profesión y a la presentación de una copia certificada de la sentencia, su nombre será borrado del registro de abogados.[4] Con un énfasis muy marcado respecto a los delitos que impliquen depravación moral, nuestro Tribunal Supremo ha sido muy puntual en su apreciación y acentúa el antagonismo de esta conducta de depravación moral en relación con la profesión legal. Se expresó en In re Boscio Monllor que:

La conducta de los querellados, que culminó en las antes referidas convicciones, es una que afecta sus condiciones morales e implica depravación moral, lo que es incompatible con la práctica de la profesión legal y más aún es causa grave que les descualifica automáticamente para continuar en el ejercicio de la abogacía.[5]

Respecto a este particular debemos examinar cuál es la definición de depravación moral para efectos prácticos. Según la Real Academia de la Lengua Española, la depravación es “la inclinación antinatural en los instintos o el comportamiento”.[6] Así también define la moral como “perteneciente o relativo a las acciones de las personas, desde el punto de vista de su obrar en relación con el bien o el mal y en función de su vida individual y, sobre todo, colectiva”.[7] Pero ¿debe evaluarse la conducta moral de un ser humano respecto a sus propios criterios o según los criterios sociales en general? Resulta complicado puntualizar una definición concreta o absoluta del concepto “depravación moral”. Sin embargo, nuestro más Alto Foto mediante la jurisprudencia ha intentado establecer el significado específico del concepto “depravación moral” en relación con los abogados. Ha expresado el Máximo Foro que:

Hemos resuelto que ‘[l]a depravación moral, tratándose de abogados, consiste … en hacer algo contrario a la justicia, la honradez, los buenos principios o la moral …. En general la consideramos como un estado o condición del individuo, compuesto por una deficiencia inherente de su sentido de la moral y la rectitud; en que la persona ha dejado de preocuparse por el respeto y la seguridad de la vida humana y todo lo que hace es esencialmente malo, doloso, fraudulento, inmoral, vil en su naturaleza y dañino en sus consecuencias.”[8]

Sin embargo, esta definición, que fue incorporada al campo disciplinario en In re Boscio Monllor, tampoco logra conferir una definición objetiva, especifica o puntual al término “depravación moral”. Al ser esta una interpretación subjetiva, vaga, imprecisa y sustancialmente ambigua, no existe una manera responsable de aplicar este estándar sin cargar el análisis bajo   los criterios propios del juzgador respecto a lo que resulta ser moral o no. El gran problema al aplicar este criterio es que nunca logrará uniformidad y siempre dependerá de las concepciones moralistas de los juzgadores de turno. Resulta injusto aplicar un estándar tan amplio y subjetivo respecto a las capacidades que tiene un abogado en la función de sus deberes únicamente basándose en este análisis. No cabe duda de que siempre resultará influenciado por la moral propia del juzgador. Bajo esta lupa, no se evalúan las capacidades afectadas como resultado de las actuaciones del abogado convicto respecto a las funciones de su profesión, más bien es un juicio moralista.

Respecto a la regulación de la abogacía en las jurisdicciones estadounidenses, en 1970 la American Bar Association (ABA) adoptó un Código Modelo de Responsabilidad Profesional con el propósito de que las distintas jurisdicciones consideraran incorporarlo a su reglamentación sobre la abogacía. Así lo hizo la mayoría de las jurisdicciones. En la Regla Disciplinaria DR1-102(A)(3), el Código Modelo disponía que un abogado no podía incurrir en conducta ilegal que conllevara depravación moral (“moral turpitude”), lo que daría margen a un proceso disciplinario que podría conllevar la separación de la profesión temporal o permanentemente.[9] El Deluxe Black Law Dictionary define la depravación moral (“moral turpitude”) como el acto de bajeza, vileza o depravación en los deberes privados y sociales que el hombre debe a su prójimo, o a la sociedad en general, contrario a la norma aceptada y consuetudinaria de derecho y deber entre los hombres.[10]

Aunque los ataques constitucionales contra el concepto “moral turpitude” basados en vaguedad no han sido exitosos, la razón ha sido porque los tribunales le han dado un contorno específico al término y han resuelto que el término adquiere sentido cuando se aplica a delitos que contienen el fraude entre sus elementos.[11]

Al adoptarse en 1983 las Reglas Modelo que sustituyeron al Código Modelo, la ABA abandonó el estándar de depravación moral para disciplinar abogados convictos de delitos.[12] Luego de un amplio análisis, la ABA concluyó que el término no había sido delineado claramente por los Tribunales como resultado, en parte, a concepciones difusas, relativas y diversas de la moralidad.  Al abandonar el concepto de “depravación moral” para considerar si una conducta delictiva incurrida por un abogado merece sanción disciplinaria, la Regla Modelo 8.4 se refiere a actos criminales que se reflejen adversamente sobre la honestidad, confiabilidad o capacidad del abogado o la abogada. La conducta impropia también incluye actos que conlleven fraude o engaño. El Comentario [2] de la Regla Modelo 8.4, l explica que:

“Muchos tipos de conducta ilegal se reflejan negativamente en la aptitud para practicar la abogacía, tales como ofensas que conllevan fraude y el delito de omitir voluntariamente la declaración de impuestos. Sin embargo, algunos tipos de delitos no conllevan tal implicación. Tradicionalmente, la distinción se trazaba en términos de delitos que implicaban “depravación moral”. Ese concepto puede interpretarse que incluye asuntos de moralidad personal, como el adulterio y ofensas comparables, que no tienen conexión especifica con la aptitud para la práctica de la abogacía. Aunque un abogado o una abogada es personalmente responsable por violación a toda ley penal, un abogado o una abogada debe ser profesionalmente responsable solo por las ofensas que indican la ausencia de las características esenciales a la práctica de la abogacía. Las ofensas que presentan violencia, deshonestidad, violación de confianza o interferencia grave con la administración de justicia se encuentran en esa categoría. Un patrón de ofensas repetidas, incluso los de menor importancia cuando se consideran por separado, puede indicar indiferencia a obedecer la ley.”[13]

Para superar el estándar de “depravación moral”, algunas jurisdicciones distinguen entre si el abogado ha sido convicto de delito grave o de delito menos grave, sin considerar los elementos del delito del cual se trate. Bajo este análisis, si el abogado ha sido convicto de delito grave, sin importar si contiene fraude o engaño entre sus elementos, el abogado es suspendido inmediatamente. Esta actuación responde a que si el legislador ya determinó que un acto se debe considerar delito grave es porque se trata de una actuación lo suficientemente antijurídica en la que un abogado, como persona versada en la Ley, no debe incurrir. Por el contrario, si se trata de un delito menos grave, no se suspende de inmediato al abogado, pero se presenta queja para que se examine si su conducta responde a un patrón de ilegalidad en el cual un abogado tampoco debe incurrir. Lo mismo se hace cuando el abogado que fue suspendido inmediatamente por haber sido convicto de delito grave apela el fallo y se revoca su condena. En ese caso, se reinstala al abogado que había sido suspendido inmediatamente tras su condena, y será referido al procedimiento ordinario de queja pues la revocación de la condena puede haber obedecido a errores procesales y no a ausencia de prueba.

Para concluir, concuerdo con el análisis formulado por la ABA en su Comentario [2] de la Regla Modelo 8.4. Entiendo que ese razonamiento debe ser adoptado por el Tribunal Supremo de Puerto Rico. El cambio sugerido responde a la necesidad de actualizar el estado de derecho cónsono con la realidad que vivimos, con los cambios que hemos experimentado como sociedad, la diversidad que hemos ganado como Pueblo y como punta de lanza en busca de la justicia que nuestro sistema de derecho aspira a impartir en sus cortes. Resulta dicotómico que nuestro Poder Judicial pregone gozar de un sistema actualizado, justo, equitativo y de vanguardia cuando se mantienen conceptos jurídicos anacrónicos como “depravación moral”. El acto de ignorar la importancia de una regulación de la profesión legal actualizada, conforme a derecho, libre de ambigüedades, clara y justa, salta a la vista desde la academia hasta los estrados. Reconoce nuestro ordenamiento jurídico en el artículo 19 del Código Civil de 2020 que “cuando la ley es clara y libre de ambigüedades, su texto no debe menospreciarse bajo el pretexto de cumplir su espíritu”.[14] Entonces, hace falta que la ley sea clara y esté libre de ambigüedades para que pueda ser aplicada correctamente. No hay razón para que, en nuestros días, el Tribunal Supremo continúe apegado a una legislación de 1909 que invita a la inconsistencia y arbitrariedad. Menos, cuando el poder para regular la abogacía pertenece a la Rama Judicial y no a la Rama Legislativa.

Estos temas de gran importancia son asuntos urgentes para todos los juristas de nuestro País y deben atenderse con la diligencia que merecen. En Puerto Rico, la reglamentación de la conducta profesional no ha recibido la atención debida por parte del Tribunal Supremo.  Tenemos un Código de Ética Legal que cumplió 52 años sin haber sido revisado, discutido ni atendido con el cuidado y diligencia que merece. Así también, tenemos un estatuto que complementa la regulación de la abogacía que tiene 113 años de haber sido aprobado con conceptos jurídicos de siglos anteriores. Como juristas, es nuestro deber promover esta discusión, pero es responsabilidad de la Rama Judicial de nuestro País atenderlo sin mayor dilación. El orden empieza por la casa.

*La autora es estudiante de tercer año en la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico e integrante de la Clínica de Ética y Responsabilidad Profesional para el año académico 2021-2022.

[1] Guillermo Figueroa Prieto, Propuesta para la Reglamentación de la Conducta Profesional en Puerto Rico, 81 Rev. Jur. UPR 1, 5 (2012) , citando a In Re Abella, 14 DPR 748 (1908).

[2] In Re Rivera Cintrón, 114 DPR 481,491 (1983).

[3] Ley sobre el Fraude, el Desaforo, la Suspensión Temporal, Compra de Cosa Litigiosa y la Práctica Ilegal en el Ejercicio de la Abogacía en Puerto Rico, Ley de 11 de marzo de 1909, según enmendada, 4 LPRA §735 (1975).

[4] Id.

[5] In Re Boscio Monllor, 116 D.P.R. 692, 697 (1985).

[6] Depravación, Diccionario Panhistórico del español jurídico de la Real Academia Española (2020) https://dpej.rae.es/lema/depravaci%C3%B3n

[7] Moral, Real Academia Española (2022) https://dle.rae.es/moral.

[8] Morales Merced v. Tribunal Superior, 93 DPR. 423,430 (1966).

[9] Model Code Of Prof’l Responsibility DR 1-102 (A)(3) (1970).

[10] Moral turpitude, Deluxe Black Law Dictionary (11th ed) (2019).

[11] Charles Wolfram, Modern Legal Ethics (1986).

[12] Véase American Bar Association, Model Rules of Professional Conduct (1983).

[13] Traducción no oficial por el Centro de Ética legal de la Universidad de Puerto Rico.

[14] Cód. Civ. PR art. 19, 31 LPRA § 5341 (2020).